sábado, 14 de julio de 2012

Tercer capítulo de "Dias contados"

Sábado.

    Si la noche anterior había pasado miedo, no fue ni comparable a lo que sufrió a la mañana siguiente. Tanto que ni siquiera el cansancio, producido por la falta de sueño que trajo lo ocurrido, hizo mella en su voluntad por escudriñar cada uno de los rincones, recovecos y esquinas que encontró de camino al Mercado. Mientras avanzaba a paso inseguro, sujetó el bolso con una mano, apretándolo contra el pecho, y mantuvo la otra dentro cerrada en torno a un pequeño cuchillo de cocina, al tiempo que se maldecía mil veces por no haberse rendido al impulso de llamar para excusarse argumentando un tremendo malestar. Al fin y al cabo no era del todo mentira, pero su jodida conciencia se lo impidió. Las calles en las que de día siempre podía encontrarse a algún transeúnte, fuera la hora que fuese, de noche estaban envueltas por el silencio y la oscuridad más densa. Ni siquiera las pocas farolas que componían el alumbrado, conseguían mitigar al aspecto lóbrego que presentaban. O quizá fuera simplemente sus ojos los que quisieron verlas de esa forma. En cualquier caso, no logró sacudirse de encima aquella maldita sensación que le erizó la piel y aceleró el pulso durante todo el trayecto.
    Después, a la jornada laboral por lo general larga y tediosa, se le añadió también el desasosiego, hasta el punto de ganarse una mirada extrañada de María al pasar por delante del puesto cuando regresaba del almuerzo al que Paula no asistió.
    La vuelta a casa fue distinta, pero aún así no dejó de mirar los rostros de todo aquel con el que se cruzaba temiendo encontrar el de Carlos. Incluso sus nervios la traicionaron y se encontró dando un respingo, sobresaltada, en el momento en que un coche de los Mossos pasó junto a ella y conectó la sirena. Se enfadó consigo misma al darse cuenta que no podía seguir así. ¿Qué iba a hacer? ¿Encerrarse en casa de por vida? ¿Seguir viviendo con miedo? Pero su otro lado, el oscuro y temeroso, respondía con vehemencia: ¿a qué persona conoces que haya pasado dos veces por un intento de asalto en días consecutivos? Y una larga serie de preguntas similares transcurrieron una tras otra, mientras intentaba encontrar algo de solaz entre las cuatro paredes de su casa.
Sentada desde que llegó en el pequeño sofá del salón, su mirada recayó por enésima vez sobre el intermitente y rojo chivato del contestador.
    —Idiota cobarde—se dijo a sí misma mientras se levantaba y en dos zancadas se acercaba al aparato.
    ¿Qué pretendía? ¿Aislarse del mundo? Apretó el botón y la risueña voz de Encarna emergió a buen volumen preguntándole divertida sobre cómo había terminado la noche con el poli buenorro, regañándola también por no haber asistido a la cita diaria en el bar. Antes de permitirse el tiempo para decidir si llamarla o no, marcó su número y pronto la tuvo al otro lado de la línea:
    —¡Vaya! Creí que no ibas a dignarte a hablar con nosotras. Hay que ver lo que cambia a las amigas salir con las fuerzas de seguridad.
    —Sí, sí cambia. Si todos son como éste, estamos jodidos —le dijo.
    —¿Qué pasa, cariño? —preguntó Encarna quien conociéndola supo enseguida que algo no iba bien.
Paula explicó a su amiga lo sucedido y, como era de esperar, Encarna no dio crédito a cuanto escuchó.
     —¿Qué intentó forzarte?
     —Intentó besarme —la corrigió—, pero la verdad no sé qué habría pasado de no encontrar la llave.
    —Tienes que denunciarlo.
    —¿Estás loca? No tengo su número de placa y, ¿de verdad crees que sus compañeros moverían un solo dedo? Sólo conseguiría que se rieran de mí a mis espaldas.
    —Eso no lo sabes, Paula.
    —Sí lo sé. No estaba de servicio y sólo puedo alegar que trató de propasarse, de robarme un beso. Además, no tengo ningún testigo.
    —Nosotras podemos dar fe de que se marchó después de ti.
    —Pero no de que lo hiciera conmigo. No insistas, Encarna. No hay nada que hacer.
    —Bueno, tú verás. Pero prométeme que vendrás a verme, ¿de acuerdo? Un poco de compañía te hará bien.
    —Vale, pero mañana. Hoy no quiero pensar más en ello o me volveré loca. Necesito estar sola, sin darle vueltas a la cabeza.
    —Como quieras. Cuídate, cariño. Y para cualquier cosa ya sabes dónde estoy.
    —Sí, gracias. Un beso —se despidió antes de colgar.
    Respiró profundamente. Hablarlo le había ayudado a exorcizar sus miedos en gran medida. Era cierto que necesitaba estar sola y no pensar más. Volver una y otra vez sobre lo mismo no la ayudaría a continuar adelante. Resuelta encaminó sus pasos hacia la habitación y sustituyó su ropa y calzado por algo más ligero y cómodo. Conocía la mejor fórmula para conseguir esa paz que tanto necesitaba y nada impediría que saliera en su busca. No podía dejar que lo ocurrido terminara con sus actividades diarias. No podía ni quería vivir encerrada. Como siempre correr le sentaría de maravilla, su mejor terapia contra neuras y temores. Y aquella hora era perfecta.
     Tal como pensó el nuevo paseo del río se encontraba lleno de personas y vecinos que elegían aquella zona, llana y libre de tráfico, para hacer ejercicio o pasar un rato en familia paseando e incluso realizando cualquier otra actividad lúdica. Provista de su pequeño mp3, estiró los músculos para calentarlos y se permitió la primera sonrisa del día, quizá más tímida y breve de lo habitual pero una después de todo. Cuando estuvo lista comenzó a trotar, primero más lentamente para ir acelerando el paso poco a poco, a la vez que dejaba que los acordes de su música preferida relajaran su mente, llenándola y expulsando a un tiempo aquellos oscuros y pérfidos pensamientos que la habían ocupado hasta hacía unos minutos. Fue entonces cuando recibió un ligero toque de un corredor que iba en dirección contraria.
    —¡Eh! —gritó—, ¡ten más cuidado!
    Sin darle más importancia continuó con su ejercicio hasta que, pasados varios minutos, otro golpe la hizo trastabillar hacia un lado. Resollando, estabilizó su cuerpo apuntalándolo con una mano contra la pared y miró hacia el tipo en cuestión. Éste seguía corriendo, ni siquiera se había molestado en girarse.
    —Maldita sea —masculló.
    Aun permaneció unos minutos más allí, mirando al rostro a todo aquel que pasaba cerca. No encontró nada extraño en sus comportamientos, todo el mundo pasaba de largo concentrado en el deporte sin reparar en ella ni un segundo. Negando varias veces con la cabeza reanudó la carrera, tras extraer los pequeños auriculares de sus oídos. Volvió a recuperar la velocidad en poco tiempo centrando toda su atención en la respiración pero sin dejar de mirar a la cara a todo aquel que cruzaba su camino. Pasaron algo más de diez minutos y ya se decía a sí misma que se estaba volviendo completamente paranoica cuando un nuevo empellón, esta vez por la espalda, la empujó hacia adelante con tal fuerza que casi lograr hacerla caer.
    —Por el amor de Dios, esto no es normal —murmuró asustada.
    De inmediato cambió el rumbo para regresar sobre sus pasos, convencida de que quizá no debiera desechar el consejo de Encarna tan a la ligera. Iría a casa para cambiase de ropa e inmediatamente después se presentaría en el cuartel para interponer la denuncia.
    —Hola.
    Su corazón se paró por un instante a la vez que sus pulmones tomaron aire de pronto para quedar automáticamente paralizados, igual que el resto de su cuerpo, al ver a Carlos frente a ella sonriéndole. Cuando logró reponerse trató de esquivarlo y continuar.
    —Espera, Paula, por favor.
    —No tengo nada que hablar contigo.
    —Quiero disculparme, anoche no era yo. Lo siento, de veras. Abusé de la bebida más de la cuenta y… —dijo caminando a su lado.
    —Abusaste de más cosas.
    —Sí, lo sé y te pido disculpas —reiteró interfiriendo en su camino.
    Paula se detuvo en seco al comprobar que no la dejaría en paz hasta que no consiguiera lo que se proponía.
    —Lo siento, de todo corazón. Sé que me comporté como un animal y llevo todo el día odiándome por ello.
    —Está bien. Disculpas aceptadas. Ahora, si no te importa quiero marcharme.
    —Vale. De acuerdo. ¿Te enfadarás si te acompaño? —intentó, componiendo un gesto amable.
    Paula lo obsequió con una dura mirada.
    —Ok, ok. No se hable más. Me marcho —reculó dejándola libre al fin.
    Con los nervios a flor de piel y la cabeza a punto de explotar, Paula recorrió el camino de vuelta hasta su casa a sin pararse siquiera a mirar por dónde iba. No podía despegar la mirada del suelo mientras que en su mente se reproducía una y otra vez lo acontecido. Abrió la pequeña mochila mucho antes de llegar a la portería y extrajo la llave para no tener que perder demasiado tiempo en entrar, sujetándola ente el pulgar y la segunda falange del índice, lista para introducirla en la cerradura. Únicamente cuando se encontró tras la seguridad de la puerta cerrada del edificio se permitió respirar y se tomó unos segundos para recuperar el pulso, recostando la espalda contra la fresca pared de azulejos. Cerró los ojos un instante para tomar aire.
    —Paula.
    El miedo volvió a sacudir su cuerpo y levantó los párpados, aterrorizada. El tipo alto y extraño de la gabardina la miraba, frente a frente, apoyado contra la pared opuesta. Sus ojos, de un clarísimo azul, parecían taladrarla como si pudiera ver más allá de sus pensamientos.
    —No tengas miedo. No voy a moverme de aquí para que no te sientas amenazada, pero quiero que me escuches con atención. Mi nombre es Lucas y estoy aquí para ayudarte. ¿Entendido?
Intentó hablar pero la voz no emergió de su garganta atenazada por el pánico, limitándola a un simple gesto de asentimiento.
    —Ese que se hace llamar Carlos no es quien tú crees. Estás en peligro. No vuelvas a quedarte a solas con él bajo ningún concepto.
    Y sin añadir ni una sola palabra más, el hombre dirigió sus pasos a la salida y se marchó.

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