sábado, 21 de julio de 2012

Cuarto capítulo de "Días Contados"

Domingo

    Paula se removió entre las sábanas de su cama una vez más, buscando la posición que le permitiera conciliar el sueño.
    Necesitaba un poco de descanso, ése que había estado jugando con ella al gato y al ratón durante toda la noche. Cuando parecía que por fin se rendía al sopor, el mínimo ruido conseguía arrancarla de él con violenta saña, dejándola aún más aterrorizada y exhausta. Durante horas, cientos de preguntas sin respuesta atosigaron su mente, miles de terribles sensaciones constriñeron su valor y otras tantas inquietantes pesadillas se aliaron contra ella, aniquilándola, arrastrando sus pensamientos hacia una oscuridad en la que no deseaba penetrar pero a la que se veía empujada una y otra vez, dejándola sin fuerzas para oponer resistencia.
     Cuando el sol salió de nuevo, reunió el coraje suficiente para levantarse y apagar las luces que había mantenido encendidas toda la noche. Regresó a la cama creyendo que, con el astro rey  levantado para borrar del mapa cualquier negra sombra que rápidamente su imaginación convertía en amenazante, conseguiría dormir.
     Nada más lejos de la realidad. Cierto que pudo templar de alguna forma los nervios, sin embargo, seguía sin encontrar la voluntad para calmarse completamente. Y el día terminaría, disminuiría su claridad bajo la presión del obturador nocturno.
     ¿Qué hacer? ¿Cómo afrontar algo así?
     Jamás había obviado un problema, siempre había preferido plantarle cara. Sin embargo, el miedo la paralizaba tanto que le era imposible enfrentarse a éste. ¿Quién era ese Carlos? ¿Y el misterioso Lucas? ¡No! No quería pensar en ellos, se dijo mientras se tapaba la cabeza con la sábana tontamente.
El teléfono sonó consiguiendo que volviera a emerger de las entrañas de la cama y frunciera el ceño buscando los dígitos del reloj. El mediodía había pasado ya y se encontraba al borde de las primeras horas de la tarde. Decidió no hacer caso y dejarlo sonar. Sin embargo, terminados los tonos, el aparato emprendió de nuevo su batalla por hacerse notar, arremetiendo sin compasión contra su agotamiento. Maldiciéndose, por no haber vuelto a conectar el contestador, se levantó para atenderlo.
    —¿Diga? —dijo con voz ronca.
    —¿Paula? ¿Te acabas de levantar? —preguntó extrañada Encarna.
    —Algo así. He pasado mala noche —respondió aunque desde luego aquello no lo resumía demasiado bien.
    —Me tenías preocupada. Ayer quedamos en que vendrías a verme, ¿recuerdas?
    Hizo memoria justo en el momento en que Encarna lo mencionaba. Pero no pudo encontrar las palabras necesarias para excusarse.
    —¿Paula? ¿Estás bien?
    —No —confesó.
    —Ahora mismo voy para allá —resolvió su amiga.
    —No. No, vengas.
    —Desde luego que sí. En quince minutos estoy ahí —y colgó antes de que pudiera insistir.
    Tal como Encarna prometió en apenas un cuarto de hora Paula le abría la puerta.
    —Por el amor de Dios, ¿tú has visto qué cara tienes?
    —De no haber pegado ojo.
    —No puedes dejar que lo ocurrido con ese poli…
    —No lo sabes todo, Encarna —la cortó mientras la invitaba a acomodarse en el sofá.
    Narró a su compañera lo ocurrido en el paseo junto al río y el encuentro en su propia escalera con aquel extraño de la gabardina, sin poder remediar sentir escalofríos al recordarlo.
    —Si ayer te dije que debías denunciarlo, hoy ya es una obligación. Ese tipo te lo ha dicho: estás en peligro.
    —Pero, ¿cómo? ¿Qué demonios voy a poner en la denuncia?
    —Todo lo que me has contado.
    —No va a servir de nada.
    —De menos servirá si no lo haces. Venga, vamos al juzgado de guardia, después te invito a comer.
    No hubo forma de convencer a Encarna de la inutilidad de aquella acción legal. Aunque debía reconocer que salir con ella y sentir un poco de aire fresco en el rostro la animó en gran medida. Tras un par de horas, Encarna volvió a dejarla al pie del edificio donde vivía.
    —Llámame cuando lo necesites, ¿de acuerdo? Sea la hora que sea —le dijo desde el coche—. Vamos entra, no me iré hasta que lo hagas.
    Paula asintió y subió a su casa con el ánimo mejorado, algo más tranquila. Al cerrar la puerta, la placa que le recordaba la limpieza de la escalera tintineó.
    —Mierda —masculló—. Lo había olvidado.
     Echó un vistazo a su reloj. Aún tenía tiempo de cumplir con el deber vecinal antes de que oscureciera y regresaran sus miedos.
     Sin pensarlo dos veces, se cambió de ropa y se hizo con los inevitables bártulos. En el rellano se aseguró de llevar las llaves en el bolsillo y cerró de un tirón. Bajó los dos tramos de escaleras bregando entre el palo de escoba, el de la fregona, el cubo con agua y algunos trapos y limpiacristales que le dificultaban el paso por la estrechez de los pasillos. Superado el bache, pronto se entregó a limpiar mientras expulsaba de su mente cualquier otra idea, pero sin poder evitar echar rápidas miradas hacia la puerta cerrada de la calle. No pensaba abrirla hasta que fuera estrictamente necesario.
    Pero ese instante llegó cuando apenas quedaba un metro para terminar de fregar la portería. Como venidos del mismo cielo, oyó unos pasos que descendían poco a poco y pensó que sería un buen momento, de ese modo no estaría sola si ocurría algún contratiempo. Acababa de pasar la fregona cuando un vecino apareció al pie de último escalón.
    —Vaya, lo siento, pero voy a pisar el suelo.
    —No pasa nada, adelante —sonrió antes de volverle la espalda.
    Cogió el asa del cubo con rapidez y vertió el sucio contenido en la alcantarilla cercana. Regresando al interior justo cuando el hombre lo abandonaba.
    —Repasaré las pisadas mientras subo —respondió a la sonrisa de disculpa del hombre mientras ya manejaba el palo caminando de espaldas hacia la escalera.
    —Dejo abierto para que se seque —la informó antes de marcharse.
    —No… —pero las palabras murieron en sus labios al levantar la mirada para encontrar a Carlos en el hueco de la puerta.
    —Hola, Paula —dijo.
     Sus brazos perdieron fuerza y cuanto cargaba se escurrió de entre sus dedos causando un gran estruendo al caer. El terror que había conseguido esquivar durante unas horas regresó a ella con más intensidad, hasta el punto de sentirlo como una gran alimaña cerniéndose sobre ella para alimentarse de sus energías.
     —¿Qué haces aquí? —logró decir.
     —Ayer no me dejaste disculparme como es debido. Bueno, en realidad sí lo hiciste, pero no como me hubiese gustado. Creo necesaria una compensación por mi comportamiento y quiero invitarte a cenar.
     —No quiero cenar contigo —dijo—. Márchate.
     —Por favor, Paula…
     —Hazlo o llamaré a la policía.
     —¡Yo soy la policía! —ironizó sonriendo.
     Olvidando los utensilios de limpieza giró sobre sus talones con intención de subir hasta su casa, pero al oír que Carlos abandonaba la entrada para ir tras ella, corrió exprimiendo la voluntad en un arranque vital por encontrarse a salvo. Nunca los dos pisos que la separaban de su apartamento se le hicieron tan largos ni los pasillos tan estrechos. Con la pericia que le proporcionó el peligro, consiguió dar con la llave y colarla en la cerradura en un abrir y cerrar de ojos. Entró y atrancó la puerta en el momento justo en que Carlos llegaba a ella.
     —Paula, ¿por qué haces esto? No quiero hacerte daño —le dijo desde el otro lado.
     —¡Lárgate! ¡Me han advertido sobre ti! —gritó y sintió arder su garganta.
     —¿Cómo?
     —¡Que te marches! ¡Sé que no eres quien dices ser! —lágrimas de pánico e impotencia anegaron sus ojos.
     —¡Por todos los Santos! ¡Paula! ¡Abre! ¡Te lo contaré todo!
     —¡Vete o llamaré a la policía! —exclamó con la voz rota.
     Un fuerte golpe acalló las súplicas de Carlos antes de que el silencio más profundo se hiciera dueño del exterior.
     —¿Paula? Ya pasó —aquélla era la voz del otro tipo.
     Dudó si contestar pero su lengua la traicionó antes de que pudiera frenarla.
    —¿De verdad?
    —Sí.
    Con dedos temblorosos consiguió levantar la pestaña que ocultaba la mirilla. Al otro lado, los ojos azul claro de Lucas la miraban como si pudiesen verla.
    —Vamos, recojamos tus cosas —dijo antes de comprobar que se daba la vuelta para bajar de nuevo, llevando consigo el cuerpo inconsciente de Carlos—. Después hablaremos.

No hay comentarios: