viernes, 6 de julio de 2012

Segundo capítulo de Días Contados

Viernes

    Dejó el bolso y un par de bolsas con alimentos sobre el mármol de la cocina antes de dirigirse a la habitación, sin poder evitar que sus ojos se deslizaran sobre la chapa que indicaba el turno en la limpieza de la escalera. «Joder», pensó, lo había olvidado. Cuando las cosas se decidían a torcerse lo hacían del todo. El fin de semana se auguraba mortal de necesidad, empezando por esa misma noche. Y gracias a Dios que el jefe había accedido a cambiar esa tarde por un día de sus vacaciones.
    Se quitó las zapatillas, pisándose los talones, y caminó descalza los dos pasos que quedaban hasta el borde de la cama para dejarse caer de bruces sobre ella. La noche anterior no pudo conciliar el sueño hasta bien pasadas las dos de la madrugada, debido a los nervios acumulados, y ahora le pasaba factura. Como si haber sido víctima de un intento de robo no fuera suficiente. Dejó que su cuerpo se relajara y pronto comenzó a sentir los primeros síntomas de la modorra, pero fueron interrumpidos por un fuerte gruñido del estómago. ¿Qué necesidad satisfacer primero? Sin encontrar las fuerzas para moverse, levantó ligeramente la cabeza, echando un breve vistazo al reloj: las cuatro de la tarde.
Haciendo de tripas corazón, reunió las pocas energías que le quedaban y regresó hasta la cocina para prepararse algo. Llevó la bandeja hasta el pequeño salón y encendió el televisor cambiando de canal hasta dar con una película que comenzaba en ese instante, mientras atacaba unas lonchas de embutido.
    No se dio cuenta de que se había quedado dormida hasta que despertó. Sobre su regazo aún descansaba la bandeja con algunas migas de pan y la pantalla mostraba a Clint Eastwood en lugar de a Clive Owen. ¡Las seis y media! Habían quedado a las ocho en la Plaza de la Vila y tenía unos buenos veinte minutos caminando desde su casa, eso le dejaba una hora para arreglarse. Debía espabilar. Se levantó de un brinco y llevó los restos del frugal tentempié al fregadero.
    Prefirió no pensar en el estado en que se encontraría al día siguiente a esa misma hora. La hermana de Encarna se había autoproclamado organizadora de la despedida de soltera y era más que evidente que esa chiquilla no tenía ni idea de lo que suponía salir un viernes noche para alguien que trabajaba con sus horarios. Ni siquiera Encarna supo que estaba todo preparado hasta que no fue demasiado tarde para realizar cambios que no supusieran perder dinero o días del preciado mes de vacaciones. Preparó sobre la cama la ropa que previamente tenía planeado ponerse y se encaminó al aseo.


    «Prueba superada», pensó con una sonrisa y el estómago lleno por la divertida cena de despedida, amenizada por un par de picantes cómicos y postres eróticos.
 —Una copa y dejo que os marchéis —había dicho la hermana de Encarna a quienes, como ella, debían trabajar al día siguiente.
    Consultó el reloj: pasaban dos horas de la media noche. Bien, aún podía permitirse treinta minutos más que, sumados a los veinte que tardaría en llegar a casa, se convertirían en casi una hora. Pero bueno, no importaba, un día era un día.
    Caminaron en grupo hasta un local en la calle San Carlos, entre risas, chistes y pequeños gritos de emoción, absortas en su pequeño mundo hasta que Lola se le acercó.
—No mires ahora, pero creo que tu agente secreto Machomán viene por ahí detrás. ¿Te estará vigilando?
—Tonterías —respondió aunque le fue imposible evitar sentir cierta inquietud—. Seguro que es un vecino de la ciudad que ha salido a tomar algo. Es lo que la gente hace los viernes: salir a divertirse.
—¿Y si es el mismo que intentó robarte ayer?
—No lo es. Era más bajo.
—¿Ocurre algo chicas? —preguntó Encarna acercándose a ellas.
—Nada —respondió Paula rápidamente para evitar que Lola le amargara la fiesta con estupideces—. Cotilleamos —añadió encogiéndose de hombros.
    Al llegar al local algunas eligieron ocupar las mesas de la terraza. Paula le confió el bolso a María para poder ir al baño. Traspasó las puertas de cristal y entró en el agradable y moderno ambiente. Se abrió paso entre los que disfrutaban de un rato de ocio con amigos para poder llegar hasta el pasillo.
—¡Hola! —alguien le rozó el brazo, llamando su atención.
    Era un hombre, moreno y bien parecido que, apoyado en la barra, la miraba como si se conociesen. El entendió la mirada cargada de duda que acudió a sus ojos y se acercó.
—Soy Carlos. El poli.
—Ah, hola. Sin el uniforme no te había reconocido.
—¿Tomas algo?
—Estoy con unas amigas ahí afuera. Iba al baño.
—Oh, bien, de acuerdo. Hay cosas que no pueden esperar —dijo levantando las manos hasta el pecho mostrándole las palmas.
    Al regresar del aseo, observó que Carlos se había desplazado hasta apoyarse en el cristal de una de las puertas. Paula le sonrió amistosamente al pasar antes de reunirse de nuevo con el resto de mujeres.
—¿De qué me suena? —le preguntó Maria realizando un gesto hacia él mientras le devolvía el bolso.
    Carlos movió graciosamente los dedos saludando de nuevo desde el interior al notar que protagonizaba la conversación.
—Es uno de los polis de ayer.
—Sí, es cierto —dijo abriendo mucho los ojos—. Qué casualidad encontraros aquí.
—Esta noche parece estar llena de ellas —dijo ausente.
—Bueno, aprovecha la oportunidad, chata. Charla un rato con él. No todos los días puede ir una bien acompañada a casa —dijo antes de sentarse para entrometerse en la conversación que mantenían en la mesa contigua.
    Paula lanzó una huidiza mirada hacia el lugar donde estaba Carlos, pero este debía haber vuelto a moverse pues no lo encontró. Buscó entonces a Encarna y Lola; charlaban animadamente con otras dos chicas y un hombre que parecía conocerlas. Todas estaban ya acomodadas y completamente concentradas en las distintas conversaciones que se mantenían en las mesas. Se le hacía cuesta arriba elegir una para meterse en ella, pedir la copa, tomarla… Estaba segura que, después, aún le costaría más abandonar la silla para encaminarse a casa. Echó un ojo al reloj y decidió que quizá fuera el mejor momento para retirarse.
    Discutió brevemente con Encarna, defendiendo la marcha y alzándose vencedora.
—Venga, te veré mañana, pero sólo tú tendrás ojeras —le dijo antes de besarla en la mejilla—. Diviértete.
    Levantó una mano al resto de amigas a modo de despedida e inició el camino a casa. Llevaría recorrido la mitad del trayecto cuando unos pasos a la carrera la alertaron y se giró con brusquedad, preparada para derribar a quien intentara atacarla.
—¡Eh! ¡Qué genio! —exclamó Carlos advirtiendo la determinación en su rostro.
—Lo siento. Pensé que…
—No importa, es perfectamente comprensible. Disculpa tú que me acerque de este modo, pero no me has dicho tu nombre aún.
—Paula. Me llamo Paula.
—Bien, Paula. Te acompañaré.
—No es necesario.
—Insisto. Una mujer tan atractiva no debe caminar sola a estas horas de la noche, si un agente de la ley puede evitarlo.
    Dejó que se saliera con la suya y, durante los diez minutos restantes, Carlos no paró de hablar sobre lo divino y lo humano, como si se conocieran desde siempre. No es que le cayera mal, admitía que había sido muy galante y educado, sin embargo no lograba quitarse de encima cierta incomodidad. Mientras él seguía inmerso en su monólogo, Paula se limitó a asentir de ver en cuando, pensando el mejor modo de deshacerse de él antes de llegar a casa, sin parecer grosera o desagradecida. No lo consiguió.
—Hemos llegado —anunció.
—Bien, supongo que aquí termina mi cometido.
—Sí, pero te lo agradezco mucho.
—¿Tanto como para ofrecer una recompensa al valeroso héroe?
    Paula levantó las cejas sorprendida.
—¿Cómo?
—¿Qué tal un café? —propuso levantando la mirada hacia el edificio, dando a entender que podían tomarlo en su casa.
—Lo siento pero es tarde y tengo que madrugar, quizá en otra ocasión.
—Bien, comprendo —dijo bajando la mirada y metiendo las manos en los bolsillos, mostrándose decepcionado—. ¿Y un beso? —añadió un segundo después mirándola con una sonrisa torcida, desmintiendo así su fingido pesar.
    Sus ojos brillaron con inusitada intensidad. Paula ya no pudo ocultar su aprensión y buscó la llave rápidamente en el bolso, sin perder de vista los movimientos de Carlos.
—No tengo por costumbre besar a desconocidos —respondió tratando de ganar tiempo. «¿Dónde se había metido la maldita llave?»
    Su mano se cerró en torno a ellas en el momento en que Carlos la sujetó por el brazo con fuerza para obligarla a acercarse violentamente. En su rostro ya no quedaba nada de la cortesía demostrada sólo unos segundos antes.
—¡Suéltame! —exigió ella lanzando la rodilla hacia la entrepierna del hombre.
    El golpe fue certero y pronto se encontró libre y resollando en el interior de la portería.
—¡Paula! —la llamó desde afuera.
    Hizo oídos sordos y subió corriendo las escaleras, encerrándose en la seguridad de su casa. Sin atreverse a encender las luces, caminó temerosa hasta acercarse a la ventana. Carlos había desaparecido y se permitió soltar el aire que había estado reteniendo hasta ese momento.
    Únicamente las sombras eran dueñas de la calle a esas horas y, al final de la de Paula, podía adivinarse una: alargada y oscura, arcana, como la que proyectaría un tipo alto vestido con gabardina.


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