viernes, 22 de junio de 2012

Nuevo relato por entregas...

Hoy os dejo el primer capítulo de un relato compuesto por 7 que escribí hace un año aproximadamente para colaborar en la revista Santakomola. Se titula "Días contados" y tendréis un capítulo por semana. Aunque no es romántico, espero que lo sigáis y disfrutéis muchísimo (mi vena thrillera me puede a veces jajajaja)

Colgaré aquí los capítulos pero los iré añadiendo los anteriores a una nueva pestaña para aquellos que se enganchen más tarde :D

"DÍAS CONTADOS..."

Jueves

   «Nunca pasa nada, hasta que pasa.» Esa era la frase preferida de su padre y la primera que le cruzó la mente en el momento en que se produjo el encontronazo. Después el miedo eliminó cualquier pensamiento racional. Con medio cuerpo tirado en el suelo, colgando prácticamente de la tira del bolso, al que se aferraba con tesón, su cerebro sólo tenía como objetivo evitar el robo sin pensar en que, quizá, esa circunstancia derivaría en más problemas.
 —¡Socorro! ¡Ayúdenme!
    Miró a su alrededor, sin dejar de forcejear con el ladrón que tiraba y tiraba con saña hasta el punto de conseguir que su cuerpo se deslizara por la acera varios centímetros. De pronto sucedió algo que derribó al criminal, haciéndole caer de bruces contra el duro suelo. Giró el rostro: un hombre vestido de uniforme intentaba saltar sobre ella para alcanzar al ratero que se recuperaba con rapidez y emprendía la huida. Otro agente, salido de la nada, corrió tras él.
 —¿Se encuentra bien, señora?
    Paula levantó la vista; un policía le tendía la mano para ayudarla a levantarse. La aceptó y, mientras componía sus ropas, carraspeó, intentando ganar tiempo para ordenar sus caóticos pensamientos y templar los nervios.
 —Sí. Supongo que sí —se escuchó decir—. Gracias.
 —No hay de qué. Es nuestro deber. Sólo lamentamos no haber llegado antes para evitarle este mal trago.
    Justo cuando terminaba de decir esas palabras, el compañero del policía apareció en la oscuridad de la noche negando con la cabeza.
 —¿Ha conseguido verlo? ¿Podría reconocerlo u ofrecer una descripción?
 —Lo siento pero no. Todo ha sucedido muy deprisa y…
 —No pasa nada. La llevaremos a un hospital para que le hagan un reconocimiento.
    Paula miró alternativamente a uno y otro. ¿Un hospital? No. Ni soñarlo. Su jefe jamás entendería, ni razonaría de ningún modo, que llegara tarde por algo que, al fin y al cabo, no había llegado a pasar.
 —No —respondió con premura—. No es necesario. Debo irme. Tengo que ir al trabajo si no quiero perderlo. Lo siento, debo marcharme.
 —Pero… —replicó el otro.
 —No ha pasado nada —dijo ella—. Ustedes han conseguido que ese… Que no me robara.
 —Sin embargo, señora. Tenemos que dar parte de cuanto ha ocurrido —intentó de nuevo.
 —Vamos, Jordi. Ya has oído a la señora. No quiere problemas.
 —Pero Carlos…
    Observó cómo ambos se miraban, entendiéndose sin mediar palabra.
 —Está bien —claudicó el tal Jordi.
 —Vamos. La acompañaremos.


   La mañana en el Mercado del Sagarra transcurrió como cualquier otra, sin embargo aún tenía los nervios a flor de piel y el espíritu inquieto: situación que la hizo errar en varias ocasiones sirviendo peras en lugar de manzanas, ganándose con ello una mirada reprobadora del jefe y unas risitas de las clientas que quitaron hierro al asunto.
   Sabía que algunas compañeras estarían esperándola en la entrada principal del edificio para ir juntas a almorzar, como cada día. Llegaba tarde, comprobó. Apretó el paso por el alargado edificio, sorteando amas de casa y carros de la compra, sin dejar de mirar el rostro de cada hombre con el que se cruzaba. Probablemente las chicas ya se hubieran ido, pero sabía dónde encontrarlas.
   Al llegar al exterior, no pudo evitar echar un vistazo hacia atrás: los puestos de hortalizas y plantas se encontraban apostados contra la pared lateral de estuco y ladrillo visto; la cerámica vidriada con la que se componía el rótulo, en verde y blanco, brillaba con los rayos de sol; y el bullicio normal de la calle que, a aquella hora, se convertía en la banda sonora habitual. Todo estaba como siempre.
   Giró a la izquierda, tomando la calle Sant Josep y se dirigió hacia la cafetería. Las compañeras celebraron su llegada con saludos y recriminaciones debido al retraso.
—¡Ya era hora!
—¡Eh! No sé de qué os quejáis. No me habéis esperado —tomó asiento.
—¿Qué te ha pasado esta mañana? Me asusté cuando te vi llegar acompañada de unos polis —preguntó María directa al grano.
—Intentaron robarme el bolso. Un tirón.
—¡Joder! —Encarna la miró con los ojos muy abiertos.
—Pero no lo consiguió. Esos dos policías lo impidieron.
—¡Y menudos tíos! —María miró a Lola mientras se mordía el labio cómicamente.
—Si son cómo ése ya me conformo —añadió Lola gesticulando disimuladamente hacia la calle.
   Encarna hizo como que recolocaba la chaqueta sobre la silla para poder echar un vistazo.
—¡Eh! Tú no mires que es pecado —rió.
—Oye chata, que vaya a casarme no significa que no pueda disfrutar del panorama.
   Paula rió y aprovechó el momento de pedir un bocadillo y un refresco para mirar también hacia el exterior. Allí, un hombre extremadamente alto, con una larga gabardina marrón y gafas de sol, parecía estar apoyado en la pared de enfrente esperando algo. Sin embargo, Paula tuvo la irracional sensación de que la miraba directamente.
—Gracias —dijo a la dueña del bar mientras ésta servía.
   Atacó la comida con ganas antes de volver a girarse. El tipo seguía allí, inmóvil mientras el ligero aire de principios de primavera arremolinaba los bajos de su abrigo.
—¿Quién será? Jamás lo he visto por aquí.
—A saber —comentó Encarna.
—Tiene pinta de agente secreto.
—Agente Machomán, para servirla —rieron.
—Bueno, ¿qué? Supongo que tu hermana ya lo tiene todo preparado para mañana —dijo Paula llamando la atención de ambas amigas para que apartaran la mirada del misterioso hombre de la gabardina. Ya había tenido suficiente aventura aquella mañana.
—Hum —Encarna asintió mientras tragaba—. Sí. No para de dar el coñazo repitiendo “ya verás”. Pero no suelta prenda.
—Lo pasaremos en grande —auguró Lola.
—Seguro que sí.
—Mañana os llamará para deciros la hora a la que quedaremos.
—Genial.
—Niñas, id terminando que llegaréis tarde —les advirtió la mujer del bar.
—¡Gracias!
   Cinco minutos más tarde, las tres salieron del local. El extraño tipo, objeto del regocijo de Lola y Encarna, había desaparecido. Paula respiró, algo más tranquila.  Se despidió de ellas con un rápido «hasta luego» y se internó de nuevo en el Mercado, olvidándose de volver la vista.
Quizá, si lo hubiera hecho, habría comprobado que el hombre de la gabardina no se marchó, sólo cambió de lugar para poder observarla sin ser visto.


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