viernes, 27 de julio de 2012

Quinto capítulo de Días Contados

Lunes

   Aunque para el común de los mortales el lunes es el día odiado por excelencia, aquella séptima porción de semana para ella suponía por lo general un día libre que empleaba para comprar lo necesario y descansar antes de comenzar otra dura consecución de jornadas laborales. Sin embargo, aquél en concreto no se parecía en absoluto a los anteriores que hubiese vivido a lo largo de su vida.
   El teléfono la había despertado del duermevela en el que cayó pocas horas atrás, debido al cansancio acumulado. Después de atender a Encarna y asegurarle que se encontraba en perfectas condiciones, pero sin querer ahondar en lo sucedido el día anterior a pesar de su insistencia, le prometió encontrarse con ella por la tarde.
   Ya en la cocina y ante un café bien cargado, optó por darse una ducha. Mientras dejaba que el agua eliminara por completo los miedos que aún consumían sus nervios, rememoró la breve conversación con Lucas en la portería cuando regresó a recoger cubo y escobas que dejó abandonados al huir.
   —No te preocupes —había asegurado—, yo me encargaré de atrapar a ese tipo.
   —Pero, ¿qué quiere? ¿Qué pretende?
   —Es mejor que no sepas nada más. Sólo confía en mí. Llevo tiempo vigilándolo y sé cómo actúa, puedo adelantarme a sus movimientos con facilidad.
   La verdad es que su aseveración la tranquilizó sólo a medias pues, aunque Lucas había llegado a tiempo la noche anterior y noqueó a Carlos, éste logró escapar.
   —Debes seguir como si nada hubiese ocurrido. Ahora que sabe que estoy aquí, se lo pensará dos veces antes de volver a atacarte, pero no debes hablarle de mí a nadie, ¿entendido? No queremos que nada salga mal, ¿verdad?
   «Como si nada hubiese ocurrido», repitió para sí. No era tan sencillo fingirlo después de haber llegado a sentir el calor de las llamas del mismísimo Infierno.
   De regreso en la cocina echó un vistazo al interior de la nevera y volvió a cerrarla de igual forma. El hastío que la embargó llegaba incluso a afectar su apetito. Se sentó en el sofá y encendió la radio, pero le fue imposible sintonizar una cadena sin interferencias. Sólo faltaba que se estropeara, pensó antes de apagarla de nuevo. Echó mano del libro que llevaba semanas sobre la mesita auxiliar reclamando su atención y que tantas veces había dejado para más tarde sin llegar a cumplir esa promesa. Trató de centrar la atención en la lectura pero,  pasados diez minutos y tras regresar varias veces al inicio de la página para lograr comprender el texto, lo dejó por imposible.
   Abandonó la comodidad del asiento notando que necesitaba actividad. En realidad sabía que lo que el cuerpo le pedía era ir al exterior, pero se empeñó en desoírlo durante casi una hora. Cuando se le antojó que las paredes comenzaban a combarse para atraparla bajo ellas, cambió el calzado por uno de calle y salió. Una vez fuera, respiró profundamente hasta sustituir por aire libre el opresivo y viciado de su apartamento que, hasta el momento, había llenado sus pulmones. El ejercicio de relajación consiguió animarla en gran medida y, tras mirar a un lado y a otro, echó a caminar sin rumbo fijo. No sabía si estaba haciendo bien, o si entraba dentro de  la normalidad que mencionara Lucas, pero desde luego le estaba sentando de maravilla. En cierto modo, saberse protegida por alguien ya conseguía que lo viera todo de forma distinta.
   Llevaba caminando unos buenos veinte minutos, sin pensar en nada más, cuando al levantar la vista observó la fachada de ladrillo visto de la pequeña parroquia de Sant Josep Oriol. No recordaba cuando fue la última vez que entrara en una iglesia y, de alguna forma, pensó que quizá fuera una ofensa hacerlo en aquel momento. No lo sabía con certeza. Nunca había sido una buena católica. En su casa jamás nadie lo fue del todo. De cualquier modo, estaba pisando uno de los terrenos más antiguos de la ciudad, uno que se remontaba a tiempos romanos y, sin saber muy bien cómo, se encontró pensando que, a pesar de todo, ocurriera lo que ocurriese con sus habitantes, otros tomarían el relevo para que la ciudad continuara adelante, traspasando el tiempo. Quizá por ello la hermana de su compañera eligiera aquella iglesia para contraer matrimonio. Se encogió de hombros y, antes de continuar su camino, concluyó que la boda sí sería una buena excusa para visitarla.
   Dejándose llevar por sus pensamientos, echó mano del teléfono móvil y llamó a Encarna.
   —¿Sí? —respondió ella al otro lado.
   —Soy yo.
   —¡Ah! Hola Paula. ¿Qué? ¿Qué hay? —Paula se extrañó de que su amiga respondiera al teléfono de aquella forma, apresurada e incómoda, como cuando en el trabajo cogía por sorpresa a algún niño hincando la uña en alguna de las piezas de fruta.
   —Estoy cerca de tu casa y me preguntaba si te apetece adelantar un poco nuestra cita.
   —Pues la verdad es que… —Encarna hizo una pausa—. Sí, sí, está bien —respondió finalmente.
   —Si ya tienes planes, podemos…
   —No. No, no, no —la cortó de pronto—. ¿Vienes aquí o nos vemos en algún sitio?
   —Estoy a dos minutos de tu portería.
   —Ah, genial. Pues bajo enseguida —dijo antes de colgar.
   Aun antes de llegar a su edificio ya vio que Encarna caminaba hacia ella alzando un brazo a modo de saludo.
   —Qué rápida has sido.
   —Ya estaba arreglada —respondió quitándole importancia—. Bien, ¿qué te parece si nos sentamos en una de las terrazas de la Pallaresa? Allí nos dará el aire y si luego nos apetece podemos dar un paseo por el parque.
   Sin esperar respuesta Encarna tomó del brazo a Paula, encaminándose hacia allí.
   —¿Estás bien? —se atrevió a preguntar a su amiga cuando ya se encontraban sentadas frente a un refresco.
   —Sí, claro que sí. ¿Por qué no iba a estarlo?
   —No sé, Encarna. Te noto rarísima y se supone que soy yo quien debería estarlo.
   —Y a propósito de eso —dijo sonriendo con torpeza—, ¿qué ha conseguido que hayas salido de tu casa cuando ayer tuve que arrancarte casi por la fuerza?
Paula no supo cómo responder a la pregunta sin faltar a la advertencia que le había hecho Lucas. Cogió el vaso y dio un sorbo para darse tiempo a encontrar la forma de salir de aquel atolladero, pero Encarna continuaba mirándola esperando a que se pronunciara.
   —Hay alguien ayudándome —confió al fin, no podía mentir a la mujer que tanto se preocupaba por ella—. Pero no puedo decirte nada más.
   La reacción de Encarna fue aún más asombrosa. Si la conocía como creía, debía de haber insistido en que le explicara más, sin embargo sus ojos  se abrieron desmesuradamente y el rostro se le descompuso solo durante un breve segundo, antes de tomar el control de sus emociones y sustituir todo ello por una tensa sonrisa.
   —Quizá por la denuncia que pusimos ayer, ¿no? —acertó a decir al notar que la evaluaba.
   —Sí, seguramente.
   El silencio, ese que jamás se hacía presente entre ellas, se impuso por primera vez desde que se conocieran. Paula miró de reojo a su amiga, que intentaba por todos los medios parecer la mujer tranquila y positiva que conocía, sin conseguirlo.
   —Oye –dijo al darse cuenta de que la observaba de nuevo—, ¿qué te parece si comemos algo aquí y después acompañamos a la futura novia a la última prueba del vestido? Seguro que a Lola le encanta la idea.
   —La verdad es que tenía pensado volver a casa y hacer algunas cosas. Mañana es día de cole.
   —¡Qué demonios! Una compañera no se casa todos los días. Venga, ahora mismo la llamo y la convenzo para que se apunte también a comer —dijo y marcó antes de que Paula pudiera decir nada más.
   Tal como augurara, Lola apareció en cuestión de quince minutos y, de algún modo, trajo la normalidad con ella. Volvieron a charlar animadamente de esto y de aquello, de lo divino y lo humano, de la boda y del trabajo. La prueba del vestido fue un momento conmovedor que compartieron junto con la hermana que se presentó en el último segundo, uniéndose a los aplausos y vítores hacia la deslumbrante novia. Al acto le siguió otra visita a una terraza, esta vez en plena Rambla, donde dieron cuenta de al menos tres rondas de cerveza bien fría.
   Cuando la tarde terminó y comenzaba el ocaso, empezaron las despedidas hasta el día siguiente, pero Encarna no permitió que regresara sola a su casa y ésta no puso impedimento alguno en que la acercara con el coche.
   —¿Quieres que te acompañe hasta arriba? —ofreció cuando detuvo el vehículo frente al edificio.
   La pregunta no dejó de suscitar ciertas dudas en Paula que poco tenían que ver con una respuesta afirmativa o negativa. Su amiga no sabía nada de lo ocurrido la noche anterior, ¿por qué entonces ofrecía algo así?
   —¿Lo crees necesario? —la tanteó.
   Tardó algo más de un segundo en responder.
   —¡No! —volvió a componer aquella tensa sonrisa—. Qué tontería, ¿verdad? Dudo mucho que ese tipo se atreva a asaltarte en la misma escalera de tu casa.
   La respuesta la dejó aún más desconcertada y sin saber muy bien cómo despedirse de Encarna, le agradeció su compañía y musitó un «hasta mañana».
   Sin embargo, antes de abrir por completo la puerta no pudo menos que echar un vistazo al interior para asegurarse que no había nadie dentro y subió los escalones de dos en dos. Cuando ya se felicitaba por la valentía y el arrojo que había supuesto atreverse a estar todo el día fuera de casa, unos dedos se cerraron, de pronto, sobre su hombro derecho. Dio un respingo y las llaves resbalaron del puño, precipitándose hasta el suelo donde se estrellaron originando un estruendoso y reverberante ruido. Sólo cuando se giró para ver quién era, logró llevarse una mano al pecho para tratar de calmar su corazón.
   —Lucas… —babució.
   —Te advertí que no hablaras con nadie —dijo—, ahora deberé cambiar mis planes. Y tendré que acompañarte allá donde vayas.

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