PRÓLOGO
Una mezcla de tierra, sangre y agua formaba el manto sobre el que reposaban los cuerpos inertes y sin vida de aquellos que habían luchado con ferocidad, pero que habían caído bajo la superioridad del bando contrario. Torsos desnudos y con el pecho destrozado, abierto hasta mostrar las vísceras, cubrían el campo de batalla. El único sonido que podía apreciarse era el de la torrencial lluvia que seguía con su incesante repiqueteo, como si, ni siquiera el cielo, quisiera ser testigo de la terrible matanza, y deseara eliminar con ella el abominable panorama de destrucción.
Sólo uno de los derrotados seguía con vida.
Había sido sujetado fuertemente por las muñecas con sendas cadenas para evitar que atacara a los que tiraban de su cuerpo. Encadenado, lo arrastraron hasta donde se encontraba el jefe de los vencedores. Gritó de dolor al sentir cómo sus captores le pisoteaban con saña para mantenerlo en aquella humillante posición.
Con los cabellos cubiertos de viscoso lodo y el rostro manchado y demudado por el odio, levantó el mentón para clavar su dorada mirada en los ojos grises del que, hasta hacía poco, había sido su amigo. Jamás le daría la satisfacción de mostrarse sumiso, ni ante él ni ante nadie.
—Has cometido la peor falta que puede cometerse contra los de tu propia especie. Incluso la muerte sería un castigo demasiado benevolente.
—¿Y qué harás? ¿Azotarme? —preguntó con una sonrisa irónica y una negra ceja arqueada sobre aquellos ojos del color del oro—. Otros ya lo intentaron antes que tú.
—Jamás volverás a pisar estas tierras. Serás desterrado para siempre. ¡Lleváoslo!
Dos pares de manos acudieron prestas a cumplir las órdenes, lo sujetaron por los codos y lo levantaron con fuerza del suelo.
—¡No podrás impedirme volver! ¡Te estaré vigilando! ¿Me oyes, Lycaon? ¡Jamás te librarás de mí!
El estallido de un colosal trueno le despertó jadeando de la agonizante pesadilla que le consumía el descanso.
Levantó su mano derecha y la sostuvo en el aire durante unos segundos. Las marcas y heridas hacía siglos que habían desaparecido. Observó el lugar donde debería descansar su anillo, sin encontrarlo.
Desde aquel terrible día, su amuleto había dejado de protegerle. Lo había perdido y con él, toda esperanza de poder volver a ser dueño de sí mismo. Sólo tenía la certeza de que nadie lo había encontrado todavía. Si así hubiera sido, sin duda lo hubiera sabido, pero el dictamen del que le había vencido en la lucha le impedía regresar a buscarlo.
Curvó los dedos y los cerró formando un puño que apretó con vehemencia. El desprecio que sentía en las entrañas le hacía arder la sangre.
Rugió furibundo y sus ojos chispearon con el fuego de la ira, envolviendo el dorado iris con una aureola de un rojo intenso. Su cuerpo comenzó a cambiar dando paso a su otra naturaleza, una mucho más poderosa y mortífera. No lo impidió. Lo deseaba. Deseaba que aquella parte oscura y terrible se adueñara de él y lanzó la cabeza hacia atrás aullando enérgicamente, proclamando así su dolor y su rabia.
CAPITULO 1
El gorgoteo que emitía la cafetera se había silenciado. El café estaba listo. Despegó los ojos del informe médico que recibía mensualmente y, antes de dejarlo de nuevo sobre el mármol, lo leyó por segunda vez: «Estado de la paciente interna: estable y controlado. Buena disposición».
Tomó una taza del pequeño armario, donde las guardaba junto con unos pocos vasos. Se sirvió una buena dosis del humeante y oscuro brebaje, al que añadió una cucharadita de azúcar. Con cuidado colocó su desayuno, consistente únicamente en aquella taza, sobre la repisa cerca de la ventana. Comenzó a mover el caliente líquido sin poner demasiado empeño en el gesto y bebió pequeños sorbos, siempre después de soplar para evitar quemarse.
Con los ojos clavados de nuevo en el informe, dejó la taza vacía sobre la mesa. Qué distinta era aquella valoración de la anterior que había recibido hacía un mes. Ahora por fin podría ir a verla, pensó aliviada. Debía hablar con la compañía para solicitar unos días a cuenta de sus vacaciones y poder viajar a Los Ángeles, en California, y visitar a su madre. Desde luego, todo era mucho más fácil cuando estaba interna en el hospital de Distrito Federal de México.
A su memoria acudió el momento en que se dejó seducir por los avances de aquella nueva clínica dirigida por norteamericanos y decidió que lo mejor sería trasladarla allí. Debía reconocer que, efectivamente, estaba muchísimo mejor atendida, pero el simple hecho de saberla tan lejos de ella le dolía en lo más profundo. El sentimiento que albergaba hacia su verdadera madre era entendido por muy pocos. Saber que estaba pasando de nuevo por uno de aquellos ataques de ansiedad descontrolada y que, debido a eso, no le dejaban visitarla, le entristecía y conseguía que su humor se tornara más agrio de lo normal, hasta el punto de hacer funambulismo sobre la delgada línea de la depresión. Una situación de la que tan sólo conseguía aislarla el amor por su trabajo.
Abrió una de las hojas de la ventana para que el aire fresco de aquella mañana de primavera entrara en la «pequeña cueva», como le gustaba llamar a su casa. Recordó el día en que la había comprado, hacía ya catorce años, unos pocos días antes de cumplir los dieciocho y de independizarse de su familia adoptiva. No es que tuviera prisa por marcharse, Jarold y Marie jamás la trataron mal, ni siquiera habían ocultado el hecho de su adopción, habían sido muy correctos con ella, pero tampoco la habían comprendido del todo. Sin duda, «correcta» era la palabra que definía su relación con ellos. No es que se lo echara en cara, nunca le faltó nada, su padre siempre se encargó de que tuviera todo aquello que deseaba, pero siempre había encontrado una carencia afectiva importante. Incluso entre ellos mismos, nunca vio que Jarold ofreciera ninguna clase de demostración de cariño hacia su madre, aunque respeto y algo parecido al compañerismo sí, desde luego.
Cuando se comparaba con sus compañeras de escuela, Manon siempre había sentido que le faltaba algo que no conseguía discernir. Aun así, sus padres legales, él inglés y ella francesa de nacimiento, habían ofrecido la oportunidad de una vida acomodada a aquella pequeña que habían acogido como parte de su propia familia y a la que bautizaron como Manon, María en francés, en consideración, suponía, a la memoria de su abuela postiza.
No obstante, desde que supo el lugar donde su madre biológica estaba internada, la visitaba regularmente, e incluso a la edad de ocho años había solicitado que le dieran todas sus pertenencias. Necesitaba saber de sus verdaderos orígenes. Quizá todo aquello fue la mixtura necesaria que la impulsó a visitarla con más asiduidad y a mirarla con otros ojos. Consiguió conocerla a través de pequeños detalles como unas pocas cartas y algunas fotografías viejas y desgastadas. También supo del gran parecido físico que compartían, podría decirse que ella era prácticamente una réplica de su madre. Más de una vez había llorado al borde de la cama en la que pasaba los días postrada, y otras muchas veces se había devanado los sesos tratando de imaginar qué terrible hecho había conseguido que la bella mujer acabara de aquella forma, con la mirada perdida, encerrada en sí misma en algún recóndito lugar de su mente y sin comunicarse con nadie.
Años más tarde, con el dinero que había podido ahorrar a pesar de los mal pagados salarios de sus trabajos temporales de verano, y algún dinero más por parte de sus padres —los cuales al principio se sintieron muy reacios a tenerla lejos de la capital y por ende de la casa familiar, pero a los que supo convencer debido a la cercanía de las universidades a las que quería optar—, pudo comprarse aquella desvencijada casita a las afueras de Durango, de dos habitaciones, donde el comedor era también el dormitorio y la cocina. Era lo único que se había podido permitir. Dividiendo su tiempo entre jornadas laborales mal retribuidas y los estudios universitarios, se esforzó muchísimo por recomponer la belleza implícita, aunque según sus conocidos, inexistente, de su propiedad. Por eso había decidido conservarla aún cuando, azuzada de nuevo, esta vez por su madre adoptiva, adquirió un apartamento más amplio y equipado en la ciudad de México, muy cerca de ellos.
Debido a su trabajo, que la obligaba a viajar a menudo y por largos espacios de tiempo, muy pocas veces había podido disfrutar de aquel lugar. Pero ahora sí podía hacerlo, gracias al sorprendente hallazgo en la Sierra Madre Occidental, en el que su grupo estaba poniendo todo el esfuerzo y empeño que podían, pensó con satisfacción.
Dobló cuidadosamente el informe y lo introdujo en la carpeta donde archivaba cada una de las comunicaciones de la clínica. Tomó su agenda y anotó la futura llamada telefónica a la compañía para solicitar unos días para el viaje. En realidad, no eran necesarios demasiados, el trayecto hasta California en avión era corto, pero quería aprovechar el viaje para disfrutar de unas pequeñas vacaciones y ocupar su mente en tareas cotidianas que normalmente le estaban vetadas por el tiempo que requerían, como por ejemplo ir de compras.
Sí, pensó con una sonrisa, un productivo paseo por el bulevar le sentaría bien. Quizá hasta aquel ejercicio conseguiría que su mente se deshiciera por una temporada de aquellas terribles pesadillas. Por lo general, siempre había funcionado.
Tomó de nuevo la taza para dejarla en el fregadero y se encaminó directamente hacia el aseo. Un lavamanos provisto de un pequeño espejo, un inodoro y una ducha componían el reducido espacio al que llamaba cuarto de baño. ¡Cuantas veces se había reído pensando en lo gracioso de aquella idea! Llamar cuarto de baño a aquel cuchitril era pedir demasiado a una simple frase.
Accionó el interruptor de la luz y, automáticamente, su reflejo apareció frente a ella. El rostro de una mujer de largo pelo castaño, labios generosos y ojos marrones, con las señales que ofrece un mal descanso nocturno, le devolvió la mirada. Con la yema del dedo índice recorrió la marca ligeramente coloreada de las ojeras.
Durante toda su vida había padecido crisis a causa de aquellos malditos sueños, pero desde hacía unos meses atrás, se habían convertido en algo asiduo. No había noche que no aparecieran para robarle el descanso que necesitaba.
Frunció el ceño intentando recordar, sin conseguirlo, cuándo habían comenzado. Lo que estaba claro es que habían empezado como rápidas imágenes repetitivas y sin sentido alguno, que conseguían despertarla en mitad de la noche sudando y con la respiración agitada. Imágenes que olvidaba prácticamente después de abrir los ojos, y que la dejaban con más ansiedad por intentar recordarlas que por el sólo hecho de haberlas tenido. A medida que había ido creciendo, aquellos oscuros sueños le habían acompañado en los momentos de más tensión, e incluso había conseguido retener en la memoria algunos fragmentos, a los que no encontraba explicación ni significado, sobre todo cuando su madre sufría alguna de sus recaídas, por lo que jamás pensó en acudir a un especialista y los achacó directamente a su preocupación por ella.
Pero esta vez era distinto, pensó mientras se acercaba un poco más al espejo y pasaba nuevamente la yema del dedo sobre la zona afectada. No podía concretar el porqué de aquella aseveración, pero lo que sí estaba claro era que las nuevas pesadillas que venía padeciendo desde hacía algo más de un mes habían tomado un alarmante cariz.
Esperanzada, suspiró llenando los pulmones del aire de un nuevo día y trató de convencerse de que todo volvería a la normalidad. Su madre ya había mejorado por lo que, como casi siempre ocurría, sus pesadillas desaparecerían. Volvería a disfrutar de un sueño reparador en pocos días. No cabía ninguna duda, resolvió mientras se retiraba del espejo.
Se desprendió del reloj de pulsera que dejó sobre el pequeño lavamanos y procedió a quitarse la ropa para tomar una buena ducha antes de dirigirse al trabajo.
Abrió el grifo, y después de algún que otro ruido de cañerías que hacía pensar que jamás llegaría a salir agua de allí, comenzó a manar agua caliente y abundante. Antes de dejarse llevar por aquel placer matutino, echó un rápido vistazo para comprobar que la toalla estaba en su lugar. Efectivamente, allí estaba. Aunque en su pequeña casa todo estaba cerca jamás le había gustado tener que salir completamente mojada para buscar una. Ese simple hecho le restaba satisfacción al baño.
Justo en el momento en que tocaba con el pie la superficie blanca de la plataforma de ducha, el teléfono comenzó a sonar insistentemente.
—¡Maldita sea! —exclamó con un mohín de disgusto.
Por un momento cruzó por su mente la idea de no correr a cogerlo y dejar que el contestador hiciera su trabajo, pero ¿y si era una llamada importante? Sabía que Aixa y Jacob comenzaban a trabajar muy temprano. Sin pensar nada más, su cuerpo reaccionó al instante, alargó la mano para tomar una toalla y se lanzó a la carrera para levantar el auricular.
—¿Diga?
—Manon, tienes que venir lo antes posible —le dijo Aixa. Por su voz no supo deducir si aquella urgencia era para bien o para mal.
—¿Ha ocurrido algo malo?
—No, no, pero me gustaría que vinieras antes de que lleguen todos para que puedas tener una vista completa. Hemos terminado el despeje de la zona sur.
—Eso es una magnífica noticia —comentó Manon con una sonrisa—. En menos de una hora estaré ahí.
—Estupendo —respondió antes de cortar la comunicación.
«Genial», pensó. Durante las dos semanas que se había ausentado de la excavación —para sondear museos en busca del apropiado para la exposición—, habían conseguido limpiar una buena porción del área de trabajo y por fin obtendrían algunos resultados. La compañía a la que representaba en aquel momento estaría satisfecha, y eso desembocaría en buenos ingresos para todos y magníficas recomendaciones para próximos estudios y trabajos. Muchísimo más animada volvió a dirigir sus pasos hacia el aseo.
Unos minutos más tarde y después del baño, ya se sentía una mujer nueva. No se molestó en secarse el cabello; unas cuantas pasadas con la toalla y luego el cepillo bastó para estar presentable. El precioso sol, que ya brillaba alto, haría el resto. Pensó maquillarse para dar algo de color a su rostro, mientras volvía a mirar su reflejo en el espejo. Se conformó con aplicar algo de corrector sobre las ojeras y un poco de lápiz negro para eliminar visualmente la pequeña cicatriz en forma de media luna que partía su ceja izquierda. Siempre había odiado aquel defecto, pero jamás supo cómo se lo había hecho. Un misterio más que añadir a su extraña existencia, pensó con un encogimiento de hombros.
Tomó del armario un desgastado tejano y una sencilla camiseta blanca y se vistió rápidamente, cubriendo convenientemente el cuerpo del que jamás se había sentido especialmente orgullosa.
Cogió del perchero su bolso con una mano al tiempo que con la otra se hacía con el juego de llaves que tintinearon por un momento. Aseguró las ventanas y salió echando un último vistazo a todo antes de cerrar la puerta.
De nuevo, el sol de la mañana la saludó consiguiendo que parpadeara repetidamente para eludir aquellos brillantes rayos, hasta que llegó a su viejo Jeep y tomó las gafas de sol que siempre dejaba en la guantera. Introdujo las llaves en el contacto y cruzó los dedos mientras giraba la muñeca para que arrancara. Aquel trasto cualquier día le daría una sorpresa dejándola tirada. Aunque bien pensado, tampoco debía extrañarle que el pobre vehículo diera evidentes señales de vejez.
Durante unos segundos que parecieron interminables, el motor sonó agonizante, tratando por todos los medios de ejecutar la orden que aquella pequeña llave metálica demandaba.
—Vamos, amiguito, no me falles ahora —murmuró.
Como si aquel deseo hubiera sido la frase mágica que permitiera a Ali Baba penetrar en la cueva de los ladrones, el motor comenzó a rugir y Manon pisó ligeramente el acelerador para bombear algo de gasolina y evitar que volviera a pararse.
Por fin pudo ponerse en camino y una vez recorridos los primeros metros se olvidó del coche y sus achaques para disfrutar del paisaje como siempre hacía.
A aquella hora de la mañana el sol incidía directamente con sus luminosos rayos en los picos rocosos y prácticamente calizos de las montañas que la rodeaban, consiguiendo arrancar bellos matices al verdor del bosque que despertaba de la quietud de la noche. Dejó que sus oídos se llenaran con el cántico de las aves, que volaban buscando el alimento matutino para sus familias, y el sonido de la vida que comenzaba a desarrollarse a su alrededor.
Completamente distraída, dejó que la parte de su cerebro que trabajaba por inercia se encargara de la conducción, mientras la otra parte, la que no cesaba de procesar, se llenaba con la noticia que Aixa le había dado por teléfono.
El área sur había sido una incógnita desde el principio. Lo único que hasta el momento habían conseguido descubrir habían sido restos de cuerpos desperdigados sin ton ni son. Sus trabajadores habían ido desenterrando los huesos de lo que, en un primer momento, habían pensado que era un cementerio un tanto extraño por la disposición. Debía repasar sus datos, pero recordaba vagamente que al menos tenía registrados unos veinticinco cuerpos, a éstos habría que sumar los encontrados los dos últimos días. Esperaba que, al menos, el haber terminado la limpieza del área arrojara un poco de luz sobre qué secreto exactamente guardaba la tierra.
Completamente sumida en sus pensamientos apenas le dio tiempo a reaccionar cuando, lo que comenzó siendo un bulto oscuro y sin forma, adquirió las proporciones de un animal parado en medio de la carretera.
Dando un brusco volantazo consiguió esquivarlo y, nada más pasar a su lado, pisó a fondo el pedal del freno. Los neumáticos, privados en seco de su normal movimiento rotatorio, emitieron un sonoro y estridente ruido dejando a su paso oscuras marcas en el asfalto. Necesitaba asegurarse de que el animal estaba sano y salvo.
En cuestión de un segundo se deshizo del amarre del cinturón de seguridad y bajó del vehículo de un salto. Unos metros atrás, un lobo de un hermoso tono miel estaba tumbado tranquilamente en la calzada mientras clavaba sus ojos en ella. ¡Dios, un lobo! No podía ser un inofensivo conejito, no, ella tenía que encontrarse precisamente con un lobo.
El animal no dejó ni por un momento que sus ojos se despegaran de ella y, siguiendo sus movimientos, se irguió enfrentándola. Manon paró su avance. Sabía muy poco sobre ellos, pero la razón le advertía que cualquier animal salvaje hubiera salido huyendo si no presentaba heridas y, por lo que podía ver desde aquella distancia, se encontraba perfectamente. ¿Debería avanzar un poco más para asegurarse del todo?
No se dio tiempo para buscar la respuesta. Adelantó un paso más su posición, y esperó a que el lobo hiciera algún movimiento.
Efectivamente, aquel animal no estaba dispuesto a que ella se acercara a él pues, nada más notar que reanudaba su caminar, agachó la cabeza mostrándole el lomo sin dejar de mirarla, como preparándose a saltar. Un profundo y gutural gruñido llegó hasta sus oídos. Los cánticos y sonidos de otros habitantes del bosque, que hasta aquel instante habían inundado el ambiente, parecían haber cesado para ceder protagonismo al enorme animal que la miraba como considerando la posibilidad de devorarla viva.
Durante segundos que se le antojaron horas, siguieron en aquella atípica guerra de voluntades, hasta que el lobo, levantando la parte superior del morro, le mostró amenazador su legendaria mandíbula. Justo en ese momento su corazón necesitó desesperadamente hacer patente que se encontraba allí, en algún lugar dentro de su pecho, y que deseaba emigrar hasta su garganta.
Sin apartar la vista de su contrincante, comenzó a recular tratando de llegar hasta su Jeep.
Dados los primeros pasos, el animal retomó de nuevo su primera posición y se recostó tranquilamente sobre la caliente carretera, pero aún manteniéndola vigilada. Manon tomó aire sonoramente, deseando templar sus nervios con aquel sencillo gesto. Siguió retrocediendo poco a poco y despacio, tanteando con las manos a su espalda, buscando la parte de atrás de su automóvil, y tratando de no realizar movimientos bruscos que pudieran alertarlo.
Por su cerebro pasaron mil y una situaciones en las que no lograba su propósito de salir de allí. En las que el animal reconsideraba su opción de no atacarla y se lanzaba en la búsqueda de su garganta.
Por fin, algo duro y metálico chocó contra sus uñas. Buscó con los dedos el punto de referencia necesario para tratar de dibujar en su mente la situación del Jeep. Poco a poco consiguió llegar a la puerta y abrirla. «Bien —pensó—, ahora necesito un par de segundos para poder subir, segundos en los que lo perderé de vista. Trata de hacerlo lo más rápido posible.»
Fue el giro más rápido y ejecutado con mayor precisión de su vida. En un parpadeo se encontró sentada al volante y con los ojos clavados en el retrovisor. El espejo le devolvió la imagen de la calzada. Lo movió ligeramente, tratando de encontrar al animal sin conseguirlo. ¿Dónde se había metido? De nuevo, su mente y su corazón se aliaron para conjurar cientos de imágenes en las que la sorprendía para acabar con ella. Necesitaba echar un vistazo, verificar que efectivamente el lobo no se encontraba donde lo había dejado. Respiró profundamente, reteniendo el aire en los pulmones y giró el rostro.
Cualquier rastro del animal había desaparecido en el instante que ella había necesitado para subir al Jeep. El lobo no estaba allí.
2 comentarios:
Ainssssss este Lycaon, lo estoy dejando a parte con tanto lobo suelto por aquí, tendré que volver a "meterle mano" para poner al día mí memoria ;-)
:-*
DOLORS
Jajajaja.
Leer el extracto no ayuda a mí ansiedad, jajajaja.
Releer antes o no releer..., he ahí la cuestión o_O
Besos ;)
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