viernes, 30 de enero de 2009

EXTRACTO - El secreto de la noche (2º Saga Lycos)

PRÓLOGO
Londres - Pall Mall St.
Era noche cerrada. Sólo la luz que derramaban las negras farolas, a lo largo de toda la calle, ofrecía la suficiente iluminación para poder caminar sin chocar con nada. Aun así, los portales, todos con la misma decoración como en una serie de fotografías idénticas, permanecían en la penumbra, prácticamente sumergidos en la oscuridad.
La quietud que se respiraba contrastaba con la incesante actividad de Picadilly Circus, unos metros más arriba, donde la luz y el movimiento eran constantes a cualquier hora. Pero allí, aun hallándose al otro lado de la manzana, se le antojaba a kilómetros de distancia.
Ni siquiera el ruido del tráfico, que llegaba amortiguado, perturbaba el sosegado ambiente.
Por eso había elegido aquella particular zona de Westminster para su reunión de negocios, como prefería llamar a la transacción que se proponía realizar. Le gustaba aquella isla lle­na de silencio al lado de Saint James Park, que parecía que estuviera flotando, suave, en el bullicioso centro de la ciudad.
Un movimiento, pocos metros más adelante, llamó su atención y sus ojos se clavaron allí donde se había producido.
Mantuvo el ritmo al caminar. Calmo, cadencioso, per­mi­tien­do que el acompasado sonido de sus negros y brillantes zapatos de piel, hechos a mano, inundara sus oídos hasta llegar a aquel punto.
—¿Tienes fuego, guapo?
Una mujer de extremada delgadez, vulgar y escasamente ataviada, le salió al paso al tiempo que colocaba un pitillo entre sus labios. Le miró el rostro. Una bella cara femenina, arruinada por un excesivo maquillaje y una vida difícil. Sus brazos, sin broncear y levemente azulados por el frío cortante de la noche, mostraban señales evidentes de sus vicios.
—No. No fumo —contestó al tiempo que apretaba el puño alrededor del asa del maletín y echaba una rápida mirada alrededor.
—¿No? —repitió mientras sacaba ella misma un mechero. Se tomó el tiempo necesario para encender el cigarrillo y exha­ló una blanca bocanada—. Entonces, quizá te interese pasar un buen rato. Siempre es bueno descargar tensiones. —Se acercó aún más, al tiempo que acariciaba con sus dedos la solapa de su abrigo—. Mmmm, a juzgar por la calidad de tu ropa, diría que trabajas mucho.
Observó como las descuidadas uñas raspaban el tejido por un momento para, seguidamente, volver a mirarla a los ojos. Retrocedió un paso para evitar que siguiera tocándole.
Sin mostrar emoción alguna, la mujer apartó los ojos de él y acercó de nuevo el cigarro a sus labios. La punta incandescente brilló con más intensidad. Exhaló al aire la última calada, lanzó el cigarrillo contra el suelo y lo aplastó con saña. Sólo entonces volvió a mirarle.
—Robert, Robert, Robert. Ésas no son formas de tratar a una dama.
Lo sabía. Desde el momento en que se le había acercado, al­go en ella le había advertido que no era lo que aparentaba ser.
—Veo que no te sorprendes, chico listo —dijo mientras le guiñaba un ojo, sonriéndole—. Vamos, empieza a cantar, no ten­go toda la noche. ¿Qué llevas en ese maletín? —inquirió, esta vez con el semblante completamente serio.
—¿De verdad crees que esto es tan sencillo?
—¿Me tomas por tonta? Yo sola he conseguido averiguar quiénes sois y dónde os escondéis. Os he investigado durante mucho tiempo y te he seguido hasta confirmar mis sospechas. Reconozco que al principio no podía creerlo, pero ahora… aho­ra que conozco de vuestra existencia, esto me ayudará a conseguir lo que deseo.
—El caso es que hay algo en ti que me resulta familiar. —Volvió a mirarla, esta vez con otros ojos, tratando de recordar—. Sí. Ahora lo recuerdo. Fue hace algunos años.
—Vaya, creí que eras de los que no recuerdan a los que has arruinado la vida —aplaudió sin ganas.
—Y dime, ¿qué es lo que deseas? ¿Qué te ha prometido el inglés? ¿Dinero? ¿Posición? ¿Prestigio, quizá? O algo menos… ¿cómo lo diría?, material.
El silencio de la mujer le dio la respuesta.
—¡Ajá! Con que he dado en el clavo —dijo, permitiéndose una sonrisa de triunfo.
—Sí, ¿y qué? ¿Acaso tú no hiciste lo mismo? —contraata­có, escupiendo las palabras.
—Compruebo que tu investigación sobre nosotros no ha si­do tan exhaustiva como pregonas.
—¡A la mierda! —exclamó furiosa. Ya no quedaba nada de aquella sugerente sensualidad que había representado hacía unos minutos—. Sé que eres Rómulus y también sé quién es tu hermano. Dame todos los datos que quiero y te dejaré vivir.
—Desde luego, eres valiente —tuvo que reconocer Ró­mulus.
Lanzó el maletín a un lado mientras empezaba a notar co­mo la energía acudía a él desde lo más profundo de su ser, infundiendo poder en todo su cuerpo. En un instante, su aspecto se transformó por completo. La esencia humana quedó relegada a un segundo término, y dejó paso a una parte oscura y terrible.
Alertada ante la transformación, la mujer extrajo un afilado cuchillo, dispuesta a defenderse. Pero no fue lo suficientemente rápida. Antes de poder hacer algún movimiento más, las garras de Rómulus se habían clavado violentamente en su pecho y, mientras la mujer exhalaba su último suspiro, le arrancó con furia el corazón.
El cuerpo femenino cayó al suelo con un golpe seco, mientras el aún palpitante órgano yacía entre las afiladas zarpas del asesino.
—Lástima que seas tan tonta.
Devoró el corazón en un segundo, y se relamió los labios al terminar.
«Un problema solucionado», pensó. Ahora sólo debían adelantar el plan. Informaría a su hermano de ello y llamaría a su contacto para concertar una nueva cita. No podían permitirse ningún otro contratiempo.
Se volvió para recoger el maletín, el cual, en comparación con su nueva naturaleza, parecía más pequeño y ridículo que unos minutos atrás, y sin prestar más atención a su víctima, de un potente salto se encaramó sobre los tejados, desapareciendo así en la noche londinense.

CAPITULO 1
Caminar por la calle no le estaba resultando tan tranquilizador como esperaba, pero después de recibir la nota de manos de Thor, había sentido la necesidad de salir. Las paredes de su casa en Wilton Road se le habían antojado demasiado opresivas y el deseo de huir de allí había podido con él.
Los primeros minutos del nocturno paseo no le habían sentado mal del todo. El primer golpe de aire fresco del otoño había sido realmente bienvenido. Pero después de esa primera impresión, el húmedo clima, como siempre, le resultó desagradable, y el recuerdo de la amenaza recibida había vuelto a adueñarse de sus pensamientos.
No solamente tenía que lidiar con las acusaciones y el acoso al que le estaba sometiendo el Alfa de la manada inglesa sino que ahora, también, había que añadir un ingrediente más a la olla hirviendo.
No era la primera amenaza que había recibido. Sin embar­go, ésta era la única a la que se inclinaba a dar algo de credi­bi­lidad.
Impresa por algún equipo informático, era corta pero contundente. Le ordenaba que se presentara en un par de días, en un lugar concreto. Era ese mismo lugar a las afueras de Londres al que había acudido ya alguna vez, cuando el peso de su cul­pa le había resultado insoportable, en busca de algún tipo de respues­ta, o cualquier cosa a la que aferrarse, para no perder su cordura. Era ese mismo sitio donde, en el pasado, la bestia que cohabitaba con su lado humano, había tomado las riendas de su ser para ejecutar un acto atroz. El pajar donde había abusado y abandonado a Gea al haberla dado por muerta, recordó cerran­do los ojos con fuerza.
Sabía que algún día tendría que pagar por ello con su mis­ma sangre, y si ese día había llegado, desde luego no iba a ser él quien le diera la espalda.
Llegar a aquella determinación le hizo sentir mejor, y volvió a afrontar su paseo con la cabeza erguida y la mirada clavada en el horizonte, como retando al destino para que ese momento llegara.
Pero había un problema, y ese problema era conocido como Wild, el Alfa de Londres.
En cierto modo podía comprenderlo.
Poniéndose en su lugar, entendía que le creyera el responsable de todo cuanto acaecía en su ciudad, como él llamaba a su territorio, el cual en realidad, se extendía a toda Inglaterra. Y debía reconocer que, últimamente, la situación estaba que ardía.
Lo que hacía un par de meses había comenzado como algún que otro disturbio sin importancia por parte de algún Infectado, se había convertido en algo preocupante y difícil de controlar. A esas alturas, los ataques eran prácticamente diarios y, debido a su pasado y su reputación, tenía que soportar estoicamente la vigilancia a la que Wild le sometía.
El jefe de la manada pensaba que lo mejor era tener completamente controlado a aquel que pudiera ser un responsable potencial y, sin duda alguna, él era uno de ellos.
Jamás le había gustado tener que dar cuentas a nadie de adón­de iba o de dónde venía, y así se lo había hecho saber en incontables ocasiones. Y no sólo verbalmente, también sus acciones deberían habérselo dejado bien claro. No obstante, no se daba por vencido, y continuaba en su empeño de colocar un par de rastrea­dores tras él, cada vez que asomaba la nariz fuera de casa.
Incluso en aquel momento, sentía la presencia de dos licántropos que seguían sus pasos desde las azoteas de los edificios que se elevaban a su lado. Saltaban de tejado en tejado, ocultándose, a la menor oportunidad, tras algún saliente, creyéndo­le completamente ignorante del seguimiento al que le sometían. Era realmente exasperante a la vez que ofensivo, ya que el inglés tenía tendencia a usar siempre a novatos sin experiencia. ¿Tanto le subestimaba?
De todos modos, tanto daba. Lo único que tendría que hacer para despistarles era hablar con Thor para que se hiciera pasar por él mismo durante unos minutos y así darles esquinazo. No era de su agrado tener que echar mano de su segundo de abor­do, pero en aquellas circunstancias no le quedaba otra opción. Al menos, hasta que llegara la ayuda que había solicitado.
Tenía que acudir a la cita, y por supuesto, solo.
***
Aquella maldita lluvia ya estaba durando demasiados días, y el viento hacía prácticamente imposible que el uso del paraguas fuera efectivo. El aire, incluso había tomado la decisión de juguetear con los faldones de su gabardina, haciéndola bailar a su compás y abriéndola, consiguiendo dejar expuestos al agua los pantalones de fina lana que tanto le gustaban y que, erróneamente, había elegido ponerse aquella mañana.
Apretó el paso y, afortunadamente, cuando la lluvia comenzaba a ser más insistente, llegó al edificio que albergaba las oficinas del periódico para el que trabajaba. Refugiada por el saliente de la entrada, cerró su paraguas, agitándolo suavemente para que se desprendieran del tejido las gotas adheridas, y entró resuelta.
—Buenos días, Agatha —dijo con una sonrisa a la recepcionista.
Atrincherada tras el mostrador, armada con una diadema telefónica provista de auricular y micrófono que le permitía tener las manos libres sobre el teclado del ordenador, Agatha parloteaba sin cesar.
—Buenos días, señor Smith… no se retire por favor, enseguida le paso… —Apretó un par de teclas y continuó mientras le dirigía una mirada de disculpa—. The Lamppost, buenos días… no, señora Carlton, Madeleine aún no ha llegado… Sí, no se preocupe, se lo haré saber nada más llegue… —De nue­vo, sus dedos volaron sobre las teclas y la miró con una sonrisa, se levantó de la silla y retiró los auriculares de su cabeza—. Buenos días, Corliss.
—¿Ha llegado ya el tirano?
—Sí y, por lo que he oído, hoy parece estar de un humor de perros. Así que cuando me fui a desayunar, me tomé la libertad de traerte esto —dijo mientras le ofrecía un café en uno de esos vasos térmicos.
—Gracias, no sé qué haría sin ti.
—De nada, mujer, tú lo mereces —le sonrió mientras retomaba sus auriculares—, siento no poder charlar más contigo pero ya sabes…
—Sí, tranquila, los lunes son sencillamente horribles.
—Cierto.
—Te veo a la hora de comer.
—Genial.
Con el maletín y el paraguas en una mano, y el café en la otra, dirigió sus pasos hacia las escaleras, mientras el rumor de la retahíla de Agatha la acompañaba de nuevo, solapado por otro tipo de sonido, a medida que ascendía a la primera planta.
El ruido de conversaciones, tecleos e impresoras de la sección de redacción formaba parte del encanto y la decoración. Fue­ra la hora que fuese, aquella cacofonía reinaba en el ambiente con eterna monotonía. La enorme habitación, que ocupaba la planta entera, estaba salpicada de mesas repletas de documentación, expedientes, y toda clase de material de escritura, e iluminada por innumerables fluorescentes y lamparillas de mesa, que contrarrestaban, así, la escasa luz que lograba entrar por los diminutos ventanucos.
«Verdaderamente deprimente», se dijo a sí misma. Sin du­da, por eso prefería pasar el menor tiempo posible en aquel lugar.
Avanzó, saludando con un desganado movimiento de cabe­za a los compañeros que salían a su paso.
Su lugar de trabajo se encontraba a la mitad del pasillo central, el cual terminaba en la oficina de James, su jefe, que estaba delimitada del resto por un cristal transparente con persianas laminadas y permanentemente abiertas.
Se suponía que aquellas persianas debían usarse para resguardar la privacidad de ciertas reuniones, pero, lamentable­men­te, y para bochorno de muchos de sus compañeros, e inclu­so algunas veces de ella misma, jamás se usaban, convirtiendo aquella pequeña jaula acristalada en un televisor inmenso de un único y desmoralizante canal.
Como por ejemplo, en aquel preciso momento. Incluso des­­de el lugar donde ahora se encontraba, frente a su mesa, a varios metros de dicho compartimento, podía observarse per­fec­tamen­te como un furibundo James lanzaba improperios a la nueva becaria que, cada vez más encogida sobre sí misma, afirmaba categóricamente con la cabeza sin emitir ni un solo sonido.
Sintiendo como los primeros síntomas de un inminente enfado se adueñaban de ella, dejó su paraguas en la papelera y se deshizo de su húmeda gabardina, colocándola en el perchero, del cual colgaban otra serie de abrigos igualmente mojados.
Abrió su maletín y extrajo el abultado expediente del último encargo que había realizado a petición de James. Como siempre, una insulsa investigación, esta vez sobre un supuesto fraude a una compañía de seguros.
Mientras que el grado de relevancia de las investigaciones encargadas a sus compañeros masculinos había ido aumentan­do en importancia, ella, y otras colegas del sexo femenino, tenían que seguir lidiando con trabajos de aquel tipo. Amaba su trabajo por encima de todo, pero odiaba profundamente el mo­do de proceder misógino con el que su jefe las trataba.
¡Ya estaba más que harta de tener que soportar aquella injusticia! Firmó el informe con más fuerza de la necesaria, consiguiendo que la punta del bolígrafo se clavara en el papel dejan­do un marcado surco a su paso. Alguien tenía que hacer al­go; algo para que la posición femenina en aquella empresa pudiera tener las mismas posibilidades que los compañeros del sexo opuesto, y, si era necesario que ella enseñara sus dientes, que así fuera.
James parecía haber terminado de vilipendiar a la joven ya que ésta, con la mirada clavada en el suelo y la cabeza hundida entre los hombros, salió de su despacho para perderse entre la jungla de mesas. Era su turno.
Tomó el informe y caminó resuelta hacia la «jaula», en este caso sustituidos los barrotes por cristales, para enfrentarse al león. Dispuesta incluso a colocar la cabeza entre las fauces si con ello conseguía lo que deseaba.
Era el momento de demostrar coraje.
Entró en el despacho, y clavó la vista directamente en el rostro de su jefe, que en ese momento parecía absorto leyendo un texto y reía con humor. Aquel tipo no tenía ni una pizca de humanidad, ¿acaso había olvidado ya el trato vejatorio al que había sometido a su compañera hacía un instante? Desde lue­go, así parecía.
—Buenos días, James —le saludó Corliss, secamente, para hacerle saber que estaba allí, pero aquel cafre maleducado seguía en su empeño de ignorarla—. ¡Buenos días, James!
Con el segundo intento consiguió llamar su atención, y con una mirada de pocos amigos, éste le indicó que tomara asiento.
Decidida a no ceder ni un milímetro, declinó la oferta y siguió de pie frente a él.
—Caso terminado, aquí tienes el informe —le dijo.
—Le echaré un vistazo —le indicó James, sin dignarse siquiera a mirarla.
—¿Tienes algún caso más para mí?
Había oído hablar a sus compañeros de una nueva investigación, uno de aquellos encargos que todo el mundo perseguía, y que por lo general su jefe usaba para tratar de chupar aún más la sangre a sus trabajadores, con la promesa de una buena recompensa. Aquel que lo consiguiera habría sudado tinta antes de poder poner sus manos sobre el premio.
Pero claro, como siempre sucedía, las mujeres tenían el acceso prácticamente vetado. Él mismo se encargaba de que así fuera.
—No, por ahora no, veremos qué entra a lo largo de la mañana.
La esperada respuesta hizo que Corliss rompiera en carcajadas. Su reacción captó el interés de su jefe, quien clavó sus ojos de un descolorido azul sobre ella.
—¿Qué te hace tanta gracia, Corliss?
—El descaro con el que mientes, ¿acaso en tu facultad no os enseñaron que un periodista, ante todo, debe ser objetivo? —espetó antes de darse cuenta de lo que había dicho.
Estaba claro que semejante insulto le iba a costar su empleo y, aunque desde luego necesitaba el bajo salario que recibía mensualmente, se sorprendió a sí misma por lo relajada y magníficamente bien que se sentía al haber dicho lo que pensaba sin ningún tipo de tapujos. Sostuvo con valentía la violenta mirada de James. Si sus ojos hubieran estado armados con misiles en lugar de con dos negras pupilas, ya tendría la cabeza reventada, y esparcidos sus sesos por aquellos limpios y traslúcidos cris­tales.
—No puedo negar que tienes agallas, Corliss, pero también has de admitir que eres realmente estúpida. Imagino que has oído algo sobre el asunto de la desaparición, y si deseabas obtener ese trabajo, desde luego ésta no es la forma de conseguir­lo. Las buenas investigaciones están reservadas para los que las merecen, para aquellos que trabajan duro y demuestran día a día su valía.
—¡Yo trabajo como el que más! Desde que entré en esta redacción he realizado más trabajos con éxito que cualquiera del resto de tus trabajadores. ¡Me merezco, al menos, la oportunidad de una buena historia!
—¡Éste no es un trabajo para…!
—¿Mujeres? —le cortó Corliss. Puestos a llevar las cosas hasta el extremo bien podía permitirse echar toda la carne en el asador, aunque aquella carne estuviera podrida.
La ira de su jefe pareció llegar al límite máximo, o así lo decían los nudillos desprovistos de color; que mantenía cerrados en dos puños sobre el reposabrazos del sillón donde estaba sentado.
Durante unos instantes, Corliss aguantó la respiración, preparándose para el estallido final de James, pero éste no llegó.
El hombre cerró los ojos con fuerza y respiró profundamen­te, relajándose. Después la miró de nuevo. Esta vez, con una astuta chispa, incomprensible para ella, como consideran­do la posibilidad de pasarle el informe y demostrarle así que no estaba cualificada para llevarlo a cabo, o, por el contrario, despedirla inmediatamente.
—Bien, Corliss, si eso es lo que quieres, aquí lo tienes —di­jo mientras extraía el dosier de uno de los cajones de su mesa y se lo tendía con mano firme.
Corliss alargó el brazo para tomarlo. Por fin algo interesante. Pero justo cuando la punta de sus dedos rozó la cartulina verde, James lo apartó unos centímetros de ella.
—Te doy un mes para que me des resultados. Si en ese pla­zo no has conseguido nada, deberás devolverlo, acompañado de una carta de dimisión. ¿Has entendido?
El muy cabrón de mierda le sonreía, sabedor de lo que esta­ba haciendo. Aquello no era justo, ni siquiera le daba la oportunidad de ojear el expediente para valorar si lo que le proponía tenía alguna viabilidad, o por el contrario, era un precipicio sin fondo por el que debería saltar sin cuerda.
—De acuerdo —respondió con firmeza, agarrando la documentación en un vuelo rasante de la mano—. Pero, si lo consigo, me darás el ascenso que merezco.
—Trato hecho. Y ahora, lárgate de mi despacho antes de que lo piense mejor y te desee suerte en la cola del paro.
Con la carpeta entre sus manos, salió de la asfixiante atmósfera de aquella oficina para comprobar que su discusión había sido seguida con interés por la mayor parte de la plantilla presente aquella mañana. Varias decenas de ojos, llenos de sorpre­sa e incredulidad, y algún par con evidente envidia, la siguieron hasta su mesa.
Se sentó en ella y trató de trabajar en su nuevo encargo, ignorando los rostros que seguían cada uno de sus movimientos. Colocó el expediente frente a ella. En la cubierta, con gruesas letras en negrita y subrayado, rezaba: Gea Morrison. Desaparición.
Al cabo de unos minutos, y tras leer repetidamente el mis­mo documento sin conseguir comprenderlo, decidió que lo mejor sería trabajar a solas. El cuchicheo permanente y las miraditas impertinentes de los presentes impedían que lograra concentrarse. Furiosa por el comportamiento poco profesional de los que se hacían llamar sus compañeros, se levantó, tomó su abrigo y su maletín con resolución, y se dirigió a la salida. Dispuesta a cambiar aquel ambiente por uno mucho más tranquilo y apacible, donde poder estudiar el material que tenía, y sobre el que comenzar a indagar: su propia casa.

2 comentarios:

McDolmar dijo...

Valeeeeeee, después de leer el extracto ya me han vuelto a entrar ganas de releer (mejor dicho "repasar") al bueno de Atrox :P

:-*
DOLORS

lyss dijo...

Pues yo tengo pensado hacer maratón cuando salga el de Amarok.
Algo en plan volver al principio tras leer al indio.

Ummm, a ver cómo lo organizo....., ya me están picando las puntas de los dedos.

Atrox es un personaje muy especial.

Besos ;)